Diciembre, tradicionalmente, tiene la función de informarnos que hemos cerrado un año y que estamos por iniciar otro. Y es extraño que no importando en qué mes del año celebremos nuestro nacimiento, al llegar este mes, nos sentimos doce meses más viejos.
Aparecen los belenes, las tertulias, las festividades y llega un niño que lo cambió todo. Ese niño es Jesucristo, que vino al mundo de la manera más pobre, en un pesebre y que año tras año se rememora su nacimiento recordando que ese pobre carpintero nació para luego morir en una cruz y dar su vida por nosotros. ¿Le habremos dado algo a cambio en este año?
Y de esta manera, pasamos los días del mes de fiesta en fiesta, de celebración en celebración, entre amigos y familiares. La alegría nos inunda y ello hace que olvidemos, aunque sea por un momento, todos aquellos malos momentos que hemos tenido en el año.
Este mes un tiempo de dejar a atrás todo aquello que no nos permiten disfrutar de la vida, de soltar todas esos impedimentos que no nos dejan avanzar. Es hora de ir hacia lo desconocido, hacia la magia, hacia lo milagroso; es momento de confiar, de estar disponibles para lo que viene, es tiempo de encontrarnos con el de arriba, de despertar y de disfrutar cada segundo de lo que vamos a celebrar.
Para mí, diciembre es uno de los meses más bonitos del año, es el mes que me permite disfrutar de mi familia, que me permite sentir el calor de sus abrazos y escuchar sus buenos deseos. Diciembre es el mes del cumpleaños de personas importantes en mi vida, en la que se encuentra la persona que me dio la vida, mi madre. Es el mes en que torno a una gran mesa, celebramos que hay alguien que ha nacido para salvarnos la vida.
¡Bienvenido diciembre, con todo lo que tu llegada implica!
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